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PRÓLOGO

JUAN MANUEL ABAL MEDINA*

Cuando hablamos de “polarización política” me gusta decir que ésta es a la democracia como lo es la sal a las comidas. Un plato sin nada de sal es generalmente soso y aburrido mientras que uno con demasiada se vuelve horrible e incluso incomible, la clave está en encontrar la cantidad correcta.

En la democracia ocurre lo mismo con la polarización, si esta no existe y todas las opciones políticas parecen iguales a los ojos de los ciudadanos el voto pierde sentido ya que “son todos iguales” crece la apatía y el desencanto y sentimos que existe una crisis de representación. La misma idea democrática de gobierno del pueblo se debilita ya que si con el voto no se pueden señalar rumbos determinados de políticas públicas, elegir entre opciones específicas de gobierno, la elección se vuelve sólo sobre “quien/quienes” van a gobernar y no sobre “cómo” van a hacerlo.

Una “dosis” justa de polarización permite que los partidos y candidatos sean identificables por la ciudadanía, que se conozca que supone votar a uno y no a otros, que políticas públicas defienden cada uno. En síntesis, con esta dosis correcta con el voto se señala un rumbo de gobierno, no se dice sólo quien se quiere que gobierne sino cómo lo haga, es decir la democracia, como idea de autogobierno del pueblo, funciona, rudimentariamente, pero funciona y la ciudadanía se siente “representada”.

¿Pero qué ocurre cuando la cantidad de sal se vuelve excesiva? Hablamos de una polarización extrema cuando las opciones políticas empiezan a distanciarse más y más y a no compartir nada lo que complica fuertemente la capacidad de acordar decisiones y dificulta que las políticas implementadas por un gobierno se mantengan en el tiempo. 

Pero puede ocurrir algo aún peor. Volviendo a las metáforas culinarias si no solo echamos al plato demasiada sal sino en una variante equivocada, sal gruesa, por ejemplo.  

La sal equivocada para el plato democrático es un tipo de polarización distinto de la tradicional, la que denominamos polarización ideológica o programática, que consiste en que los partidos se distancian unos de otros en sus propuestas de políticas públicas, por ejemplo, en cuanto tiene que ser el gasto público, en cuál debe ser el salario mínimo, en que cómo se debe ejecutar el presupuesto en salud, en la manera de combatir el delito, etc., etc.

La sal gruesa de nuestro ejemplo es el tipo de polarización que llamamos “afectiva” y que le añade a la polarización programática una dimensión moralizante, una separación entre un “ellos” y un “nosotros”, entre los “buenos” y los “malos” que prácticamente hace imposible el buen funcionamiento de la democracia. 

Esto es así porque incluso con altas dosis de polarización programática, con gran “distancia entre las opciones” siempre existe la posibilidad de llegar a acuerdos, a alcanzar soluciones intermedias o de compromiso, aunque sean momentáneas y parciales. Sin embargo, cuando el otro deja de ser solamente alguien que piensa (muy) distinto que yo y defiende ideas que yo entiendo (muy) equivocadas y pasa a ser alguien malvado, que no busca el bien para mi grupo, sociedad o país, todo acuerdo se vuelve imposible. En síntesis, cuando el otro deja de ser un adversario y se transforma en un enemigo (un delincuente, un corrupto, un asesino, un criminal, etc.) la democracia sencillamente no funciona.

Es precisamente ésta la situación que estamos viviendo desde hace varios años en la Argentina, la que popularmente conocemos como “la grieta” y la que viene preocupando a Gonzalo Aziz. 

Lo sé perfectamente porque lo he charlado varias veces con él y porque conocí las diversas acciones que emprendió para intentar mitigar los daños que esta polarización extrema causa a nuestro país buscando generar espacios de encuentro entre personas que no pensamos igual. 

A ese compromiso histórico contra la grieta Gonzalo le suma ahora un aporte académico, presentando como resultado de sus estudios e investigaciones, una propuesta coherente y sistémica para institucionalizar ámbitos que nos permitan generar los necesarios consensos en las políticas públicas que la gravedad de la situación demanda.

En este interesante libro Gonzalo nos presenta un detallado y fundado “estado del arte” del área de estudios del análisis y la evaluación de las políticas públicas focalizando en la ventaja que presentan los modelos que toman en cuenta los puntos de vista del conjunto de los actores involucrados a la hora de diseñar e implementar estas políticas. 

El autor es consciente que en sociedades complejas y diversas como las actuales los márgenes de éxito de las políticas diseñadas al interior de las oficinas públicas sin tomar en cuenta las opiniones de los individuos o grupos a quienes ellas van dirigidas son escasos. Por tal motivo una política de asuntos públicos que haga del relacionamiento entre los actores intervinientes del proceso de decisiones públicas algo estable, rutinario y permanente es una práctica que seguramente redundará en mejores resultados, es decir mejores decisiones, más cercanas al óptimo social y más sencillas de implementar que aquellas que “viene de arriba y sin aviso”.

La propuesta de Gonzalo, de pensar instituciones al interior del aparato estatal que mejoren la calidad en la producción de políticas públicas, nos permite introducirnos en la discusión sobre el propio Estado, que está muy presente en nuestros días. Lamentablemente, el debate político se concentra sobre una sola dimensión: el tamaño del estado. No se aborda el tema de sus capacidades técnicas, políticas y administrativas para la generación de valor público.

Discutir sólo el tamaño del estado (cantidad de empleados, cantidad de ministerios, cantidad de empresas públicas, presupuesto, etc.) es olvidar que lo más relevante para la vida social es lo que el estado produce, es decir, la calidad de su producción y su valor público. Y esto no está relacionado con el tamaño del aparato estatal sino con sus capacidades para transformar positivamente la realidad y, por lo tanto, la vida de la gente. En el mundo existen estados amplios capaces y estados reducidos capaces, al igual que grandes aparatos estatales incapaces o mediocres y estados reducidos igualmente deficientes. Lo que verdaderamente diferencia a los estados es su capacidad para implementar políticas públicas de calidad, eso es la calidad estatal. Usando una metáfora similar a aquella con la que comenzamos este prólogo, una persona puede aumentar de peso porque se excedió con las comidas o porque hizo mucho ejercicio, es decir que podría pesar lo mismo tanto cuando ese incremento obedezca al aumento de la grasa corporal como cuando se deba al aumento de la masa muscular.  

En la vida de los seres humanos existen tres tiempos: el pasado, el presente y el futuro. Y como nos suele recordar Oscar Oszlak, las administraciones públicas de estados con débiles capacidades institucionales tienden a funcionar sólo en el presente, en el día a día (“presentismo”), renunciando al futuro –a la planificación– y al pasado –por no dedicarse a evaluar los resultados de las políticas implementadas–. Los aparatos estatales capaces son aquellos que pueden aprender de lo que han hecho, implementar sus políticas de forma eficiente y planificar lo que van a hacer.

Tener más o menos ministerios, presupuesto o empleados no habla de la calidad estatal; tener herramientas de evaluación de impacto, de participación y asuntos públicos y de planificación estratégica sí.

Para finalizar quiero ser claro: las instituciones que permiten generar instancias participativas en el proceso de diseño, implementación y evaluación de las políticas públicas son siempre saludables y útiles, pero más necesarias son en contextos como los nuestros donde, como decíamos antes, el escenario político se encuentra altamente polarizado. 

La polarización extrema complica siempre la gestión al dificultar los acuerdos mínimos que hacen falta para llevarla a cabo. Pensemos solamente en el Poder Legislativo donde durante los últimos años le ha costado cada vez más a los partidos incluso ponerse de acuerdo para conseguir el quórum mínimo para sesionar. Ni hablar de obtener la mayoría en las dos cámaras necesarias para sancionar una Ley, o mucho menos las dos terceras partes del Senado de la Nación para designar a un Procurador General de la Nación que está vacante desde 2017 a el reemplazo en la Corte Suprema de Justicia de Elena Highton de Nolasco que renunció en el 2021.

Quizás el más claro ejemplo de la dificultad de poder gobernar en contextos polarizados nos lo presenta el Defensor del Pueblo de la Nación, cargo creado por la reforma constitucional de 1994, puesto en funciones a fines de 1999 y que está vacante desde 2009.

En los ejemplos anteriores bastaría el acuerdo al interior de la política para lograr la designación de esos funcionarios, pensemos un minuto nada más en los problemas que para su resolución no basta el consenso de los actores políticos sino que requieren también los de un gran número de actores sociales, como la inflación por ejemplo.

En este contexto la obsesión de Gonzalo, su tarea periodística y académica por lograr construir ámbitos formales e informales deben destacarse y más aún cuando toman la forma de un libro sólido, bien fundamentado y con propuestas concretas.



* Juan Manuel Abal Medina es Doctor en Ciencia Política (FLACSO en asociación con Georgetown University), es Magíster en Ciencia Política (Instituto de Altos Estudios Universitarios) y Licenciado en Ciencia Política (UBA Universidad de Buenos Aires). 

Es Profesor Titular Regular de “Sistemas Políticos Comparados y Ciencia Política” de la UBA. Es Investigador Independiente del CONICET y de la UBA, con categoría I. 

Publicó decenas de libros entre los que se destacan “Manual de Ciencia Política” (EUDEBA, 2010 y 2015), “Muerte y resurrección de la representación política” (FCE, 2004 y 2008), “El asedio a la política: los partidos latinoamericanos en la era neoliberal” (Homo Sapiens, 2002) y “El federalismo electoral argentino” (EUDEBA, 2001). 

Fue Senador Nacional, Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación y Embajador Argentino ante el MERCOSUR, entre otros cargos institucionales.

PRÓLOGO

ANDRÉS MALAMUD*

“En Alemania, las políticas públicas tienen alta calidad y mucho consenso. La razón es que el procedimiento de toma de decisiones es participativo y parsimonioso: ello asegura que todos los implicados por la política proyectada participen en su formulación, y que lo hagan durante el tiempo que consideren necesario. El resultado es que nuestro Plan A tiene un 95% de probabilidad de éxito. El problema es que no tenemos Plan B”.

Esta idea me la transmitió un gran jurista alemán, director de una de las más prestigiosas sedes del Instituto Max Planck. Conocedor de la suerte alemana en las dos guerras mundiales, la frase iluminó mi comprensión: más que un país eficiente, Alemania es un país metódico. Pero cuando el método falla, el resultado no es la adaptación sino el fracaso.

El libro de Gonzalo Aziz propone un método: la creación de un área gubernamental de Asuntos Públicos que promueva la formulación de políticas consensuales, capaces de superar la crónica pendularidad argentina. La previsibilidad, plantea el argumento, mejora la calidad y los resultados de la gestión pública. 

El texto tiene dos grandes méritos. El primero es que reconoce el conflicto en vez de negarlo, y se propone administrarlo o resolverlo pero no esconderlo debajo de la alfombra. 

El segundo es que realiza un estudio comparado, echando luz sobre los problemas nacionales a partir de experiencias exitosas de otros países. 

Estas dos virtudes escasean en nuestro medio. 

Primero, los defensores de las “políticas de Estado” suelen procurar la armonía en vez del compromiso, que consiste en realizar concesiones mutuas y no en encontrar un paraíso imaginario. 

Segundo, la comparación ayuda a pensar creativamente pero también a implementarlo realistamente. La pólvora, la rueda y los asuntos públicos ya están inventados, la cuestión es usarlos bien.

Una política pública de Asuntos Públicos es necesaria pero no suficiente para lograr el desarrollo, advierte Aziz. La realidad le da la razón: Gran Bretaña es, quizás, el país que más y mejor ha aplicado esta estrategia y, sin embargo, su población votó por un Brexit del que hoy se arrepiente masivamente.  

Como advertía Tusam, un famoso mentalista e hipnotizador argentino, “puede fallar”. Este libro explica por qué hay que intentarlo.

* Andrés Malamud es Licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Doctorado en el Instituto Universitario Europeo. Es investigador principal en el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Lisboa.